Fin de año sin brotes verdes ni baja de la inflación

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Ya en los medios afines al Gobierno se habla de una caída del 2,5% del Producto Bruto Interno (PBI) para este año. Quedó muy atrás la pauta del presupuesto que preveía un retroceso del 1,5%, pero posiblemente siga subestimándose la recesión. El retroceso se ubicaría más cerca del 3 % del PBI.

Donde todavía corre la fantasía que el Gobierno creó y trata de estimular es en “el fuerte crecimiento para el año próximo”. Resulta antipático decir que es sólo una fantasía. Es como tirar mala onda en los festejos de Año Nuevo. Sin embargo, la experiencia de que la recesión desbordó el segundo semestre y ya tiene garantizado un trimestre más, para la mayor parte de los analistas, refuta la teoría de que basta con hacerle creer a la gente que hay crecimiento para que el crecimiento se produzca. Más vale saber qué es lo que cabe esperar para tratar de corregir.

Con la inflación, lamentablemente, el escenario es semejante. La baja de la inflación del segundo semestre –que se anunció con bombos y platillos– sólo en parte se debe al Gobierno, que actuó sólo a través de un único instrumento basado en un formidable atraso cambiario, que, recién por el efecto Trump, empezó a corregirse en las últimas semanas. Los “logros” de la política antiinflacionaria del segundo semestre corrieron por cuenta básicamente de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, que, al anular el aumento del gas domiciliario, le restó en forma directa un 0,7% a la inflación de agosto y un 0,6% a la inflación de septiembre, de acuerdo con cifras del INDEC. Pero se dio paso desde octubre a una escalada peligrosa que tendrá su evolución en noviembre para saltar en diciembre y particularmente en enero, cuando se conjugue el incremento del precio del gas natural y de los combustibles con el agigantado gasto de fin de año.

El plan de metas de inflación planteado solemnemente por las autoridades consiste en lograr contener la inflación aplicando un freno monetario que facilite la desaceleración de los precios. Resulta eficaz en un contexto de ajuste fiscal y es particularmente apto para economías monetizadas, en las cuales el encarecimiento del crédito afecta significativamente el consumo y la inversión. En la Argentina no se da ninguna de esas dos condiciones. Lejos de un ajuste fiscal, se asiste a un verdadero desborde fiscal. La reciente autorización vía decreto de un gasto sobre el presupuesto de 130 mil millones de pesos ya puso en rojo la modesta meta fiscal, que en los hechos implicaba cero ajuste. El déficit desbordará holgadamente al ya peligroso déficit del año pasado y posiblemente con los bonos, con los subsidios a las organizaciones sociales y con “la frutilla” del proyecto de Ganancias impulsado por la oposición –aunque sin esta “frutilla”, igual la situación parece fuera de control– el desborde respecto del año pasado habrá que medirlo en un punto del PBI. En este contexto es utópico pensar en la contención de los precios.

La gigantesca demanda adicional financiada con emisión o crédito externo transformado a pesos choca con una oferta de bienes y servicios en la que el sector privado tiene cero de inversión productiva. La inversión no sólo es baja en lo que se refiere a capitalización de las empresas. Las altas tasas de interés ayudan, sin dudas, a que los empresarios prefieran colocar sus excedentes en pesos o en dólares antes de utilizar su elevada capacidad instalada ociosa.

La falta de vocación inversora del empresariado está asociada a la incertidumbre producto del formidable déficit fiscal y al vertiginoso crecimiento del endeudamiento externo. Descartada la inversión productiva por la elevada capacidad ociosa y también la vinculada con un aumento del capital de giro –por el alto costo del crédito y de las alternativas de colocación financiera–, el incremento de la demanda asociado a los aguinaldos, bonos y transferencias al consumo orientados a lograr “fiestas en paz” puede tener peligrosos efectos inflacionarios. En un mercado cambiario flotante y libre que da signos de recalentamiento en las últimas semanas –efecto Trump y devaluaciones en países vecinos mediante–, el dólar puede reciclar las presiones inflacionarias en forma potenciada. Podríamos pasar del atraso cambiario a una nueva devaluación en breve plazo.

Estos razonamientos surgen de la mínima ortodoxia con la que es necesario analizar la economía argentina. Si todavía no están en boca de la mayoría de las consultoras, es porque las oficialistas no quieren complicarle las cosas al Gobierno y los kirchneristas no quieren asumir que la inflación es también un fenómeno monetario vinculado con el déficit fiscal.